
Escher fascina a los científicos. El físico Jorge Wagensberg y el pensador Jesús Mosterín explican por qué.
ABEL GRAU - Madrid - 13/02/2007
Los dibujos de Escher lo hipnotizan a uno hasta que acaba atrapado en su acertijo lógico. El observador sabe por sentido común que una figura que sube por una escalera vertical no puede coexistir con otra que, peldaño a peldaño, avanza por una escalera horizontal.
Y, sin embargo, ahí están. La vista percibe algo que contradice la lógica. Los sentidos discuten con el sentido común. Es un callejón sin salida. Un bucle. Un dibujo de Escher.

Escher sostenía que era capaz de ver una belleza infinita en un cubo. Seducido por la geometría, construyó centenares de repeticiones pautadas y distorsiones visuales. En Aire y agua, una bandada de pájaros se transforma sutilmente en un banco de peces, o viceversa. En Balcón, el centro de un pueblo costero se proyecta esferizado hacia el espectador. Arriba y abajo es el ensamblaje de dos perspectivas opuestas. Sí, es frío y repetitivo. Escher no pretende conmover. Sus dibujos son un desafío eléctrico lanzado directamente al cerebro.
“Probablemente, de todos los artistas es el que más directamente apela a la inteligencia pura del espectador”, resume Jesús Mosterín, filósofo y miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. “No despierta sentimientos ni emociones. Su obra constituye un reto permanente a la inteligencia del espectador. No emociona; fascina, deja perplejo”.
Escher lleva más de medio siglo asombrando a matemáticos, físicos, filósofos y, claro, a espectadores comunes; sólo hace falta echar un vistazo a cómo acercan la nariz a sus pequeñas composiciones los visitantes de la muestra Escher. El arte de lo imposible (en el Centro de Arte Canal, en Madrid, hasta el 4 de marzo). Todos quieren aproximarse para desentrañar el enigma del espejo autorreferencial de Tres esferas II, las escaleras entrecruzadas de Relatividad o el caudal de agua de tres pisos en un sólo nivel de Cascada.

Quizá el propio Escher no tenía la intención de dar cuerpo a fórmulas abstractas, sino, sencillamente, de recrear paradojas geométricas por puro placer intelectual. “No son investigaciones matemáticas. Lo que hace es materia prima que se presta para que los matemáticos la interpreten”, observa el filósofo. “Las matemáticas son la creación más pura de la inteligencia. Es un mundo donde no hay emociones, sólo construcciones mentales. Que se pueden ilustrar bien con un dibujo”, añade Wagensberg.

La obsesión de Escher con la repetición se consolidó en una visita a la Alhambra, en Granada, y la Mezquita de Córdoba en 1936. En las intrincadas cenefas arábigas descubrió una estrategia compositiva que consideró eterna. “Las recurrencias de Escher son una ilustración de lo que es comprender; de la inteligibilidad. La ciencia es buscar la regularidad de las cosas, la repetición; hallar la norma en la naturaleza, allí donde parece que no la hay”, señala Wagensberg.
“Todas sus piezas son representaciones matemáticas. Y, claro, que sea posible en matemáticas no quiere decir que sea posible en la realidad”, añade. Sus composiciones sólo son posibles sobre el papel pero siguen atrayendo como una espiral poliédrica que se repite hasta el infinito.
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